6 de octubre de 2010

Testimonio de Rómulo Gallegos



Tal vez no les agrade a todos los lectores de este libro que yo les diga que sus personajes existieron en el mundo real, pues si alguna función útil desempeña una novela es la de ser una puerta de escape de ese mundo, donde los seres humanos y los acontecimientos proceden y se producen de un modo tan arbitrario y disparatado que no hay historia de ellos que satisfaga la necesidad de ordenamiento lógico que experimenta el hombre cuando no tiene nada que hacer, o sea, cuando está parada la máquina de los disparates, cuando no la de las monstruosidades, mientras que aun en las peores novelas se descubre alguna inteligencia ordenadora. Pero se me ha pedido que explique cómo y cuándo se me ocurrió escribir ésta, y ahora escribiré la historia.

Una vez más, en el limbo de las letras todavía sin forma, hubo personajes en busca de autor. A Pirandello lo encontraron los suyos en un escenario de teatro, alzado el telón, sin público en la sala; a mí se me acercaron los míos en un lugar de la margen derecha del Apure, una tarde de abril.

Estaba yo escribiendo una novela cuyo protagonista debía pasarse unos días en un hato llanero y, para recoger las impresiones de paisaje y ambiente, fui yo quien tuvo que ir a los llanos de Apure, por primera vez, en el dicho abril de 1927.

Sol abrasador y lluvia copiosa, con todo el estruendoso aparato de una tormenta llanera, donde entre nublado y sabana, un solo trueno no tiene cuándo acabar, me acompañaron por el trayecto -uno cualquiera de los mil caminos que ofrece la llanura- cual para demostrarme desde un principio, repartiéndose el día, cómo acostumbraban dividirse equitativamente todo el año, mitad sabana seca, con espejismos de aguas ilusorias atormentadores de la sed del caminante, y mitad aguas extendidas, de monte a monte en los ríos, de cielo a cielo en los esteros.

Llegué, adquirí amigos y al atardecer estaba junto con ellos en las afueras de San Fernando. Gente cordial, entre ella un señor Rodríguez, de blanco pulcramente vestido, de quien no me olvidaré nunca, por lo que ya se verá que le debo.

El ancho río, el cálido ambiente llanero, de aire y de cordialidad humana. Alguna ceja de palmar allá en el horizonte, tal vez un relincho de caballo salvaje a lo lejos, respondiéndole quizás a un bramido de toro más o menos cimarrón y, por qué no también, cerca de nosotros, un melancólico canto de soisola. El llano es todo eso: inmensidad, bravura y melancolía.

Se ponía el sol, suntuosamente, sobre el ancho rio inútil -porque no regaba tierra sembradiza, ni un bongo siquiera navegaba por él-, y sobre la sabana inmensa, campo desierto, alimentador de la arrogancia del hombre ya recogida en la copla llanera: Sobre la tierra la palma, sobre la palma los cielos; sobre mi caballo yo y sobre yo mi sombrero.

Pero el espectáculo no era para reflexiones pesimistas, y mi venezolano deseo de que todo lo que sea tierra de mi patria alguna vez ostente prosperidad y garantice felicidad, tomó forma literaria en la siguiente frase: Tierra ancha y tendida, toda horizontes como la esperanza, toda caminos como la voluntad.

Estoy seguro de que la formulé mentalmente y no tenía ni aún tengo en que fundarme para creer que el señor Rodríguez poseyese virtud de penetración de pensamientos; pero lo cierto es que lo vi sonreír “como de cosa sabida”, cual si me hubiera descubierto que ya tenía yo personaje principal de novela destinada a buena suerte.

Y en efecto, ya lo tenía: el paisaje llanero, la naturaleza bravía, forjadora de hombres recios. ¿No son criaturas suyas todos los de consistencia humana que en este libro figuran?

Y el señor Rodríguez comenzó a presentármelos, interrogativamente:



-¿Ha oído usted hablar de…?

Y nombró a un personaje de la vida real, a quien no menciono aunque ahora esté escribiendo historia. Me la contó el señor Rodríguez. Un triste caso de la vida real. Un doctor en leyes que se internó en un hato de su propiedad y administrándolo bien llegó a convertirlo en uno de los más ricos de la región; mas, porque un mal día comenzó a aficionarse a la bebida –acaso uno de esos de lluvia continua, a los que el llanero designa “de cachimba, tapara y chinchorro”, o sea, de entretener el ocio con el humo de la pipa y el trago de aguardiente, éste en el rústico envase de la tapara bajo la meciente cama-, de tal modo se entregó, que ya no hubo allí hombre que para algo sirviese.

Un caso vulgar de enviciamiento, quizás; pero yo estaba en presencia de un escenario dramático -el desierto alimentador de bravura, amparador de barbarie, deshumanizador casi- y fue como si, quitándole la palabra al señor Rodríguez, alguien se me hubiera plantado por delante, diciéndome, con voz tartajosa:

-Esta tierra no perdona. Mire lo que ha hecho de mí la llanura bárbara, devoradora de hombres.

Me lo quedé mirando. No estaba mal como personaje dramático y le puse por nombre Lorenzo Barquero.

Pero ya el señor Rodríguez estaba haciéndome otra presentación:

-¿Ha oído hablar de doña…? Una mujer que era todo un hombre para jinetear caballos y enlazar cimarrones. Codiciosa, supersticiosa, sin grimas para quitarse de por delante a quien le estorbase y...

-¿Y devoradora de hombres, no es cierto?, pregunté con la emoción de un hallazgo, pues habiendo mujer simbolizadora de aquella naturaleza bravía ya había novela.

Como por lo contrario parece que no puede haberlas sin ellas. -¿Bella entonces, también, como la llanura? -Pues… -repuso el señor Rodríguez, sonriendo, y dejándome hacer lo que me pareciese más natural y lógico, pues ya le habían dicho que yo era novelista.

Han pasado veintisiete años. Yo no me olvidaré nunca de que fue él quien me presentó a doña Bárbara. Desistí de la novela que estaba escribiendo, definitivamente inédita ya. La mujerona se había apoderado de mí, como sería perfectamente lógico que se apoderara de Lorenzo Barquero. Era además un símbolo de lo que estaba ocurriendo en Venezuela en los campos de la historia política.

Allí supe de María Nieves, “cabrestero” del Apure, cuyas turbias aguas pobladas de caimanes carniceros cruzaba a nado, con un chaparro en la diestra y una copla en los labios, por delante de la punta de ganado que hubiera que pasar de una a otra margen. Con todo y su nombre lo metí en mi libro y varias personas me han contado que cuando alguien le buscaba la lengua, dándole bromas, él solía responder:

-Respéteme, amigo. Que yo estoy en Doña Bárbara.

María Nieves ya no esguaza el Apure con su copla en los labios, porque la muerte se los ha sellado para siempre, pero yo recojo en estas líneas su réplica fanfarrona como el mejor elogio que a mi obra haya podido hacérsele. Era un hombre rudo, de alma llanera.

En el hato de La Candelaria de Arauca, conocí también a Antonio Torrealba, caporal de sabana de dicho fundo -que es el Antonio Sandoval de mi novela- y de su boca recogí preciosa documentación que utilicé tanto en Doña Bárbara como en Cantaclaro. Ya tampoco existe y a su memoria le rindo homenaje por la valiosa colaboración que me prestó su conocimiento de la vida ruda y fuerte del llanero venezolano.

Llano adentro, más allá del Arauca, encontré a Pajaróte -así se le apodaba-, el de la mano entregadora de hombre leal al estrechar la que se le ofreciera, y a Carmelito, el desconfiado, a quien había que demostrarle, con ejecutorias visibles, que se tuviera en el pecho corazón de hombre bueno de a caballo y bueno de verdad.

Franqueza y recelo, dos formas de una misma manera de ser llanero. Yo les oí contar el pasaje de faena ganadera, desde el alba hasta la puesta de sol, arremetiendo contra la cimarronera bravía o parando el rodeo numeroso, los días de vaquerías. Y el cuento de fantasmas que se aparecen en la espesura de las matas, las noches de luna llena, luz embrujadora.

A todos ellos -carne sufridora todavía o ya solamente nombres en las tertulias de añoranzas bajo los techos de los caneyes- los tengo en las predilecciones de mi afecto a mis personajes buenos.

A Juan Primito con sus rebullones, tonto y bueno, lo conocí en un pueblo de los Valles del Tuy. Y a los de contraria índole: Mujiquita y Pernalete, Balbino Paiba y El Brujeador, me los encontré en varios sitios de mi país, componiendo personificaciones de la tragedia venezolana. Por exigencias de mi temperamento yo no podía limitarme a una pintura de singularidades individuales que compusieran caracteres puros, sino que necesitaba elegir mis personajes entre las criaturas reales que fuesen causas o hechuras del infortunio de mi país, porque algo además de un simple literato ha habido siempre en mí.

Pintura de un desgraciado tiempo de mi país, no podían faltar, sin embargo, en mi novela, Santos Luzardo.

Y Marisela, de pura invención de novelista, pero con formas definidas en las palpitaciones del corazón venezolano. Son, respectiva y complementariamente, la empresa que hay que acometer, una y otra vez, y la esperanza que estamos obligados a acariciar, con incansable terquedad; la obligación de hoy para la sosegada contemplación de mañana.

Esta edición obedece al propósito del Fondo de Cultura Económica de adherirse a la conmemoración de los veinticinco años de Doña Bárbara; y porque se ha deseado que en ella les cuente yo a sus lectores la historia de esta novela afortunada, he traído a prólogo el relato de cómo encontré a sus personajes fundamentales, una tarde de abril, a orillas de un río llanero. Pero si dije que probablemente oí entonces el bramido salvaje de un toro, bien he podido agregar que en el aire sereno aleteaba la ternura de un blanco vuelo de garzas.

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