Carmen Perilli
América, no puedo escribir tu nombre sin morirme, Aunque aprendí de niño no me salen derechos los renglores, a cada sílaba tropiezo con cadáveres, detrás de cada letra encuentro un hombre ardiendo, y ni puedo cerrar la "a" porque alguien grita como si quedara dentro.
"El árbol de los gemidos", de Manuel Scorza
El crítico peruano Antonio Cornejo Polar considera que se puede considerar a la literatura como una “totalidad contradictoria”. Abandonada muy rápidamente, esta categoría fue empleada con anterioridad por el peruano para referirse a la literatura nacional peruana (la expone en el discurso de incorporación a la Academia Peruana de la Lengua en 1982: “Literatura peruana: totalidad contradictoria”). Se expande a la literatura latinoamericana en 1986. Cornejo Polar afirma que existe en América Latina un sistema privilegiado, el de las literaturas escritas en los idiomas impuestos por las metrópolis y los sistemas literarios marginales producidas en lenguas y codificaciones marginales étnicas y no étnicas. El concepto, extremadamente fecundo, ha sido dejado de lado por su creador, sustituyéndolo con metáforas más laxas como hibridez y heterogeneidad. La propuesta sostiene la centralidad de los conceptos de totalidad y contradicción, de fuerza política e histórica. Permiten dar cuenta de una heterogeneidad internamente conflictiva que amplía y profundiza la tradición ensayística anterior.
La posibilidad de articular mediante una red de contradicciones las múltiples literaturas de América Latina parece ser una mejor opción que la de reivindicar el estudio aislado -paralelo al de la literatura culta- de las literaturas marginales, aunque esta tarea resulta en cierto modo previa a la configuración de la totalidad. Después de todo, si se trata por ejemplo de la Conquista, debería estar claro que su literatura no es ni la hispánica ni la indígena, ni siquiera la yuxtaposición de ambas, sino el sistema de contradicciones que las vincula y opone, pero sobre todo las explica, como representaciones simbólicas de un proceso histórico común, que a su vez, como es obvio en este caso, también está hecho de contradicciones (Cornejo Polar en Sosnowski, 97).
La categoría formalmente más acabada que la de heterogeneidad se diferencia de otras como “unidad en la diversidad” propuesta por José Luis Martínez y pluralidad presente en la lectura de José Carlos Mariátegui. La totalidad que se repone es la totalidad histórica. Para comprender la noción de totalidad contradictoria el crítico se remonta a la conquista y colonización, al momento genésico de la literatura latinoamericana. Cornejo Polar desarrollará su lectura en el estudio de la región andina.
Como lo demuestra Eduardo Subirats la lógica de la colonización supuso el vaciamiento cultural y la destrucción de memorias históricas y universos simbólicos. La identidad continental nace trágicamente asentada en la negatividad y es inseparable del sistema cultural exterior de dominación colonial y sus prolongaciones neocoloniales. La totalidad histórica forjada por la narrativa imperial se caracteriza por el silenciamiento de lenguas y culturas autóctonas a través de la colonización del imaginario. Sin embargo en el mismo instante de la conquista surge la necesidad de la traducción cultural, más claramente la mediación. Textos de autoría dual como los de Fray Ramón Pané y los de Bernardino de Sahagún.
El sujeto histórico y cultural es el vencedor y la colonización consolida un espacio común y homogeneizante, sobre las diferencias regionales, acallando otros sujetos colonizados. Este proceso supone un desarrollo cultural e histórico desigual, donde las narraciones de resistencia emergen de modo desparejo y se dicen en los códigos del conquistador. La literatura latinoamericana nace en el doble gesto, de trasplante de una institución europeo junto con un vasto intento de apropiación de la palabra y la memoria. El Inca Garcilaso de la Vega llama a luchar contra el vaciamiento de nombre.
En la tensión entre palabra y silencio se dice el otro, que asoma a través de diversas máscaras “de humanidad” asimilado como humano atrasado o negado como animal. La narrativa de resistencia se disfraza para poder preservarse. Repone cuerpos y nombres y demanda reconocimiento. La idea de una totalidad histórica y cultural, como la postula Cornejo Polar, debe ser completada. No tiene que llevarnos a reduccionismos sobre todo si lo tomamos como un concepto complejo. Totalidad no en el sentido de dada sino de construida, disputada y constituyente, por distintos grupos que disputan la hegemonía. Esto permite marcar una importante vinculación entre totalidad histórica y textualidades heterogéneas así como afirmar la pluralidad de sujetos, discursos y representaciones. En ese caso la totalidad no impide hablar de historias y memorias en el mismo espacio.
En el momento mismo de institucionalización de la disciplina surge los que Emilio Bendezú llama literatura otra y Martin Lienhard literatura alternativa. Los sujetos coloniales colonizados, que como proclama el Lunarejo, un mestizo ilustrado, en el siglo XVII salen tarde a la empresa, pero se las ingenian para hacerse oír desde el Parnaso Antártico, ostentando su condición de excentricidad, reclaman el reconocimiento. La semiosis colonial, es, desde el inicio, una compleja red de negociaciones discursivas, en palabras de Rolena Adorno. Encuentra un ejemplo extremo en la Crónica de Guamán Poma de Ayala. Tanto la escritura como la historia del libro, una larga carta al rey Felipe nunca leída donde el indio yarovilca denuncia ese mundo al revés que es el Perú, proponiendo cambios, fue descubierto recién en el siglo XX en Copenhague, adonde permanece.
Los tiempos de formación de las naciones presentan desafíos diferentes aunque se puede seguir hablando de una totalidad más o menos difusa en algunos momentos, más clara en otros. Un modo de comprender el funcionamiento es el armado de zonas o regiones literarias que desafían los límites nacionales. Esto está muy claro en el caso de los pueblos indígenas como guaraníes o quechuas que no reconocen los límites del Estado Nación. Ana Pizarro define la zona literaria como “una unidad orgánica de relaciones, distorsiones, movimientos, intercambios, cuya base se sitúa en una historia de parámetros comunes”. La zona literaria supone múltiples travesías que pueden ser complementarias. Por supuesto la lectura implica una mirada política y crítica. Producto de la importación nuestra literatura prende de gajo, lo cual no implica que, a partir del vasto archivo occidental, su fuerza y originalidad resida fundamentalmente en el imperativo de representación, en la urgencia de referencialidad.
Lo literario se convierte en insólito hallazgo en textos excluidos de la institución literaria o situados en sus fronteras como la Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo o la wanka anónima La Tragedia del fin de Atahualpa. Dentro de la literatura latinoamericana existen innumerables desafíos al concepto hegemónico de objeto literario, que llevan a la apertura de lo que tradicionalmente se considera canónico. La voz y la imagen dominan la cultura popular y tradicional y se imponen desde la modernidad. Por ejemplo los tradicionales himnos religiosos guaraníes, reunidos en El canto resplandeciente pueden ser leídos en con el mismo deslumbramiento que las poesías de Raúl Zurita o Carlos Germán Belli. Esos ríos de palabras son los textos silenciosos de lo que Roa Bastos llama culturas condenadas parecen encontrar un cauce en los textos porque “para escribir es necesario leer antes un texto no escrito, escuchar y oir antes los sonidos de un discurso oral informulado aún pero presente ya en los armónicos de la memoria… un texto imaginario”.
La obsesión que atraviesa, hiende nuestra literatura, es la necesidad de dar cuenta del saber del otro, la voz del otro, el secreto al que nunca se puede llegar. Ese otro subalterno, indígena, negro, inmigrante… Un otro exógeno a la cultura europea que, curiosamente, se concibe como el sujeto cultural por excelencia, en la constitución de las naciones. Esa preocupación por sujetar, por comprender la alteridad, atraviesa el Facundo de Sarmiento, constituye la literatura gauchesca, la imaginería de la literatura afro-americana, la literatura indigenista inclusive se convierte el manipulado realismo mágico y la literatura testimonial. La historia y la política siempre se han entreverado con la literatura en estas latitudes. Baste pensar en las dos grandes obras del siglo XIX: Os Sertões de Euclides da Cunha y Facundo de Sarmiento.
Los tiempos modernos han dado, como dice Carlos Monsiváis, entrada libre a textos masivos y populares. Géneros profanos como la crónica y el testimonio ocupan debates centrales. La historiografía literaria y cultural lee la doble voz que esconde las siluetas de las mujeres en los cuadernos de mano de las monjas místicas de las monjas, en los diarios de señoritas, en las cartas de las patriotas y en los relatos de viaje.
Existe una cultura y una literatura que se produce de este otro lado de la frontera que tiene otra dinámica, sin que la supuesta relativización y reducción de las diferencia no ese transforme en una nueva versión de la universalidad. “Lo latino” puede ser otra versión de Macondo, nuevas formas de homogeneidad y, al mismo tiempo, nuevas y distintas formas de alambradas culturales. Los embates sufridos por los estudios literarios han tenido diversos nombres, en todos los casos han estado marcados por el exotismo y la transitoriedad. “Deslenguadas. Somos los del español deficiente. We are your linguistic nightmare, your linguistic aberration, your linguistic mestizaje, the subject oy yor burla. Because we speak with tongues of fire we are culturally crucified. Racially, culturally and linguistically somos huérfanos -we speak an orphan tongue “escribe la chicana Gloria Anzaldúa en Borderlands. La frontera. Carlos Fuentes señala “Queremos entrar a contar la historia de la frontera de cristal antes de que sea demasiado tarde, hablen todos” (1995).
Toda literatura tiene una relación dialéctica con la cultura en la que surge. La cultura es “una fuente de identidad; una fuente bien beligerante, como vemos en recientes retornos a tal cultura o a tal tradición… una especie de teatro en el cual se enfrentan distintas causas políticas e ideológicas. Lejos de constituir un plácido rincón de convivencia armónica, la cultura puede ser un auténtico campo de batalla en el que las causas se expongan a la luz del día y entren en liza unas con otras (Said)”. Si toda cultura se construye en y contra el olvido trata de vencerlo transformarlo en uno de los mecanismos de la memoria. Nuestras culturas, amasadas por la misma historia, han vivido en el delirio histórico, guardando hechos y sueños en los mitos, en una tierra en la que, como dice la copla de Atahualpa “Así se escribe la historia/ en esta tierra paisanos/ con borrones en los libros / con cruces en los llanos”. Muchas de ellas están situadas en la génesis del imaginario latinoamericano y se encuentran en la doble distancia de la alteridad y la violencia. No sólo se trata de culturas con narraciones maestras diversas sino de situaciones de ruptura, una verdadera batalla de textos y versiones. Nuestro complejo discurso cultural nace quebrado desde su mismo soporte material, expresando una obsesión: la de la pertinencia (o no) del lenguaje con el que se dice, obsesión primera de una identidad, en donde siempre se recorta la figura del otro. En el grado cero de la literatura en “este reino de pesadumbre” la presencia de la palabra es mediada por el despojamiento y la muerte. En estos encuentros primigenios hay, en opinión de Antonio Cornejo Polar, una concentración de la memoria histórico-simbólica de las partes del conflicto que se expresa en la pertinaz preocupación latinoamericana.
Coincido con Nelly Richard en que “Lengua, historia y tradición, no son totalidades inquebrantables sino yuxtaposiciones provisorias de multi-relatos no coincidentes entre sí que se pelean sentidos históricos en batallas de códigos materiales e interpretativos” (1993,39). Pero no puedo dejar de señalar la importancia de la operación misma de la traducción realizada siempre desde y en el sistema hegemónico- desde dónde hoy se plantean tales preguntas. Por otro lado sigo apostando a la literatura no debemos abjurar sino-independizándonos de los empobrecidos destinos de las instituciones oficiales- convertirlos en resistencia desde la memoria, rescatar la tradición, combatiendo el olvido. Creo, en ese sentido que el concepto de totalidad contradictoria resulta superador de las demás metáforas, cuyos riesgos señaló en el último discurso Cornejo Polar. Ese concepto de traducción está relacionado con el de memorias.
Distinguir entre historia y memoria resulta fundamental, una apunta a un orden objetivo y la otra a una dimensión subjetiva. Pero pueden concebirse como complementarias en un continente cuyo imaginario está colonizado por los medios. Las culturas construyen archivos a partir de la memoria y el olvido se vence sólo y en tanto lo transforma en mecanismo. Si el canon es “el arte de la memoria literaria”, creo que en América Latina, continente azotado por el analfabetismo, se impone armarlo y transmitirlo, organizando lecturas desde la pluralidad de memorias pero sin renunciar a la materialidad de la literatura. En un mundo donde la electrónica nos enfrenta a un nuevo proceso de alfabetización cada vez más sujetos son despojados de la posibilidad de manejar códigos complejos, aplastados por la brutalidad de la pobreza y la cultura de masas, en escuelas convertidas en precarios comedores, en el mejor de los casos y con bibliotecas populares destruidas. Aquí la literatura sigue siendo un “escándalo necesario”, que moviliza la imaginación, que impide la muerte. Leer y Escribir se transforman en un enfrentamiento con nuevos procesos de vaciamiento de nombre. Aunque que la letra, y en gran medida la lengua, haya sido originariamente propiedad de otros, nosotros debemos sacarlas de cuarto de Melquíades permitiendo su multiplicación.
Apostar por la(s) memoria(s) literaria(s) pone en un primer plano la necesidad de consolidar un imaginario. Dar continuidad a la construcción y transmisión de nuestro archivo cultural y literario sigue siendo prioritario en un mundo en el que se retrae el lugar del libro. Sin abandonar la tarea de registro de los discursos orales, en el reino de este mundo resulta revolucionario construir archivos y edificar colecciones. Vemos con tristeza la emigración de bibliotecas y las ruinas de las existentes. Nuestra tarea implica ampliar el continente de lecturas y emplear la literatura contra las falsas opacidades de la lengua y leernos no sólo diacrónica sino sincrónicamente, ser capaces de continuar el tejido que en el telar comenzaron otros antes que nosotros, dándole continuidad e introduciendo lo nuevo. Necesitamos desesperadamente volver sobre nuestros pasos, reconstruir ese claro del bosque, el que busca el protagonista de Los pasos perdidos, ese lugar de “silencio, espeso de tantos silencios” donde la palabra recobre “un fragor de creación”. Sólo así podremos lograr el estado de espíritu necesario para acceder a ese almácigo de posibilidades que ofrece la literatura latinoamericana.
Al releer Cien años de soledad me pregunto: ¿Qué es Melquíades sino un lector en una cueva misteriosa y el último Aureliano un lector que llega hasta la muerte y el abandono del hijo con cola de cerdo comido por las hormigas? Ese último Aureliano, despojado del apellido Buendía, lee porque en la lectura se le va la vida y, sobre todo, su identidad. Se lee a sí mismo y a los suyos. Aunque la novela comienza con la voz del Aureliano soldado, quien muere al final es Aureliano lector. El libro suscita la voracidad de las grandes narraciones, aquellas que se desea interminables. Nosotros lectores nos sentimos incluidos en la ceremonia de la lectura. Macondo desaparece en el instante en el que terminamos la última línea. Desde la primera línea la fábula recoge el hilo de la memoria, pero también el riesgo del olvido.
Entre otras invenciones José Arcadio Buendía, fantasea con una máquina de la memoria que le permita registrar todas las maravillas: “El artefacto se fundaba en la posibilidad de repasar todas las mañanas, y desde el principio hasta el fin, la totalidad de los conocimientos adquiridos en la vida. Lo imaginaba como un diccionario giratorio que un individuo situado en el eje pudiera operar mediante una manivela, de modo que en pocas horas pasaran frente a sus ojos las nociones más necesarias para vivir”. La literatura es nuestra propia máquina de narrar. Quizá construyendo y preservando memorias comunes podamos escribir el nombre de América sin morirnos como clama Manuel Scorza, sin que la cólera se quiebre en niños, como advierte César Vallejo.
La posibilidad de articular mediante una red de contradicciones las múltiples literaturas de América Latina parece ser una mejor opción que la de reivindicar el estudio aislado -paralelo al de la literatura culta- de las literaturas marginales, aunque esta tarea resulta en cierto modo previa a la configuración de la totalidad. Después de todo, si se trata por ejemplo de la Conquista, debería estar claro que su literatura no es ni la hispánica ni la indígena, ni siquiera la yuxtaposición de ambas, sino el sistema de contradicciones que las vincula y opone, pero sobre todo las explica, como representaciones simbólicas de un proceso histórico común, que a su vez, como es obvio en este caso, también está hecho de contradicciones (Cornejo Polar en Sosnowski, 97).
La categoría formalmente más acabada que la de heterogeneidad se diferencia de otras como “unidad en la diversidad” propuesta por José Luis Martínez y pluralidad presente en la lectura de José Carlos Mariátegui. La totalidad que se repone es la totalidad histórica. Para comprender la noción de totalidad contradictoria el crítico se remonta a la conquista y colonización, al momento genésico de la literatura latinoamericana. Cornejo Polar desarrollará su lectura en el estudio de la región andina.
Como lo demuestra Eduardo Subirats la lógica de la colonización supuso el vaciamiento cultural y la destrucción de memorias históricas y universos simbólicos. La identidad continental nace trágicamente asentada en la negatividad y es inseparable del sistema cultural exterior de dominación colonial y sus prolongaciones neocoloniales. La totalidad histórica forjada por la narrativa imperial se caracteriza por el silenciamiento de lenguas y culturas autóctonas a través de la colonización del imaginario. Sin embargo en el mismo instante de la conquista surge la necesidad de la traducción cultural, más claramente la mediación. Textos de autoría dual como los de Fray Ramón Pané y los de Bernardino de Sahagún.
El sujeto histórico y cultural es el vencedor y la colonización consolida un espacio común y homogeneizante, sobre las diferencias regionales, acallando otros sujetos colonizados. Este proceso supone un desarrollo cultural e histórico desigual, donde las narraciones de resistencia emergen de modo desparejo y se dicen en los códigos del conquistador. La literatura latinoamericana nace en el doble gesto, de trasplante de una institución europeo junto con un vasto intento de apropiación de la palabra y la memoria. El Inca Garcilaso de la Vega llama a luchar contra el vaciamiento de nombre.
En la tensión entre palabra y silencio se dice el otro, que asoma a través de diversas máscaras “de humanidad” asimilado como humano atrasado o negado como animal. La narrativa de resistencia se disfraza para poder preservarse. Repone cuerpos y nombres y demanda reconocimiento. La idea de una totalidad histórica y cultural, como la postula Cornejo Polar, debe ser completada. No tiene que llevarnos a reduccionismos sobre todo si lo tomamos como un concepto complejo. Totalidad no en el sentido de dada sino de construida, disputada y constituyente, por distintos grupos que disputan la hegemonía. Esto permite marcar una importante vinculación entre totalidad histórica y textualidades heterogéneas así como afirmar la pluralidad de sujetos, discursos y representaciones. En ese caso la totalidad no impide hablar de historias y memorias en el mismo espacio.
En el momento mismo de institucionalización de la disciplina surge los que Emilio Bendezú llama literatura otra y Martin Lienhard literatura alternativa. Los sujetos coloniales colonizados, que como proclama el Lunarejo, un mestizo ilustrado, en el siglo XVII salen tarde a la empresa, pero se las ingenian para hacerse oír desde el Parnaso Antártico, ostentando su condición de excentricidad, reclaman el reconocimiento. La semiosis colonial, es, desde el inicio, una compleja red de negociaciones discursivas, en palabras de Rolena Adorno. Encuentra un ejemplo extremo en la Crónica de Guamán Poma de Ayala. Tanto la escritura como la historia del libro, una larga carta al rey Felipe nunca leída donde el indio yarovilca denuncia ese mundo al revés que es el Perú, proponiendo cambios, fue descubierto recién en el siglo XX en Copenhague, adonde permanece.
Los tiempos de formación de las naciones presentan desafíos diferentes aunque se puede seguir hablando de una totalidad más o menos difusa en algunos momentos, más clara en otros. Un modo de comprender el funcionamiento es el armado de zonas o regiones literarias que desafían los límites nacionales. Esto está muy claro en el caso de los pueblos indígenas como guaraníes o quechuas que no reconocen los límites del Estado Nación. Ana Pizarro define la zona literaria como “una unidad orgánica de relaciones, distorsiones, movimientos, intercambios, cuya base se sitúa en una historia de parámetros comunes”. La zona literaria supone múltiples travesías que pueden ser complementarias. Por supuesto la lectura implica una mirada política y crítica. Producto de la importación nuestra literatura prende de gajo, lo cual no implica que, a partir del vasto archivo occidental, su fuerza y originalidad resida fundamentalmente en el imperativo de representación, en la urgencia de referencialidad.
Lo literario se convierte en insólito hallazgo en textos excluidos de la institución literaria o situados en sus fronteras como la Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo o la wanka anónima La Tragedia del fin de Atahualpa. Dentro de la literatura latinoamericana existen innumerables desafíos al concepto hegemónico de objeto literario, que llevan a la apertura de lo que tradicionalmente se considera canónico. La voz y la imagen dominan la cultura popular y tradicional y se imponen desde la modernidad. Por ejemplo los tradicionales himnos religiosos guaraníes, reunidos en El canto resplandeciente pueden ser leídos en con el mismo deslumbramiento que las poesías de Raúl Zurita o Carlos Germán Belli. Esos ríos de palabras son los textos silenciosos de lo que Roa Bastos llama culturas condenadas parecen encontrar un cauce en los textos porque “para escribir es necesario leer antes un texto no escrito, escuchar y oir antes los sonidos de un discurso oral informulado aún pero presente ya en los armónicos de la memoria… un texto imaginario”.
La obsesión que atraviesa, hiende nuestra literatura, es la necesidad de dar cuenta del saber del otro, la voz del otro, el secreto al que nunca se puede llegar. Ese otro subalterno, indígena, negro, inmigrante… Un otro exógeno a la cultura europea que, curiosamente, se concibe como el sujeto cultural por excelencia, en la constitución de las naciones. Esa preocupación por sujetar, por comprender la alteridad, atraviesa el Facundo de Sarmiento, constituye la literatura gauchesca, la imaginería de la literatura afro-americana, la literatura indigenista inclusive se convierte el manipulado realismo mágico y la literatura testimonial. La historia y la política siempre se han entreverado con la literatura en estas latitudes. Baste pensar en las dos grandes obras del siglo XIX: Os Sertões de Euclides da Cunha y Facundo de Sarmiento.
Los tiempos modernos han dado, como dice Carlos Monsiváis, entrada libre a textos masivos y populares. Géneros profanos como la crónica y el testimonio ocupan debates centrales. La historiografía literaria y cultural lee la doble voz que esconde las siluetas de las mujeres en los cuadernos de mano de las monjas místicas de las monjas, en los diarios de señoritas, en las cartas de las patriotas y en los relatos de viaje.
Existe una cultura y una literatura que se produce de este otro lado de la frontera que tiene otra dinámica, sin que la supuesta relativización y reducción de las diferencia no ese transforme en una nueva versión de la universalidad. “Lo latino” puede ser otra versión de Macondo, nuevas formas de homogeneidad y, al mismo tiempo, nuevas y distintas formas de alambradas culturales. Los embates sufridos por los estudios literarios han tenido diversos nombres, en todos los casos han estado marcados por el exotismo y la transitoriedad. “Deslenguadas. Somos los del español deficiente. We are your linguistic nightmare, your linguistic aberration, your linguistic mestizaje, the subject oy yor burla. Because we speak with tongues of fire we are culturally crucified. Racially, culturally and linguistically somos huérfanos -we speak an orphan tongue “escribe la chicana Gloria Anzaldúa en Borderlands. La frontera. Carlos Fuentes señala “Queremos entrar a contar la historia de la frontera de cristal antes de que sea demasiado tarde, hablen todos” (1995).
Toda literatura tiene una relación dialéctica con la cultura en la que surge. La cultura es “una fuente de identidad; una fuente bien beligerante, como vemos en recientes retornos a tal cultura o a tal tradición… una especie de teatro en el cual se enfrentan distintas causas políticas e ideológicas. Lejos de constituir un plácido rincón de convivencia armónica, la cultura puede ser un auténtico campo de batalla en el que las causas se expongan a la luz del día y entren en liza unas con otras (Said)”. Si toda cultura se construye en y contra el olvido trata de vencerlo transformarlo en uno de los mecanismos de la memoria. Nuestras culturas, amasadas por la misma historia, han vivido en el delirio histórico, guardando hechos y sueños en los mitos, en una tierra en la que, como dice la copla de Atahualpa “Así se escribe la historia/ en esta tierra paisanos/ con borrones en los libros / con cruces en los llanos”. Muchas de ellas están situadas en la génesis del imaginario latinoamericano y se encuentran en la doble distancia de la alteridad y la violencia. No sólo se trata de culturas con narraciones maestras diversas sino de situaciones de ruptura, una verdadera batalla de textos y versiones. Nuestro complejo discurso cultural nace quebrado desde su mismo soporte material, expresando una obsesión: la de la pertinencia (o no) del lenguaje con el que se dice, obsesión primera de una identidad, en donde siempre se recorta la figura del otro. En el grado cero de la literatura en “este reino de pesadumbre” la presencia de la palabra es mediada por el despojamiento y la muerte. En estos encuentros primigenios hay, en opinión de Antonio Cornejo Polar, una concentración de la memoria histórico-simbólica de las partes del conflicto que se expresa en la pertinaz preocupación latinoamericana.
Coincido con Nelly Richard en que “Lengua, historia y tradición, no son totalidades inquebrantables sino yuxtaposiciones provisorias de multi-relatos no coincidentes entre sí que se pelean sentidos históricos en batallas de códigos materiales e interpretativos” (1993,39). Pero no puedo dejar de señalar la importancia de la operación misma de la traducción realizada siempre desde y en el sistema hegemónico- desde dónde hoy se plantean tales preguntas. Por otro lado sigo apostando a la literatura no debemos abjurar sino-independizándonos de los empobrecidos destinos de las instituciones oficiales- convertirlos en resistencia desde la memoria, rescatar la tradición, combatiendo el olvido. Creo, en ese sentido que el concepto de totalidad contradictoria resulta superador de las demás metáforas, cuyos riesgos señaló en el último discurso Cornejo Polar. Ese concepto de traducción está relacionado con el de memorias.
Distinguir entre historia y memoria resulta fundamental, una apunta a un orden objetivo y la otra a una dimensión subjetiva. Pero pueden concebirse como complementarias en un continente cuyo imaginario está colonizado por los medios. Las culturas construyen archivos a partir de la memoria y el olvido se vence sólo y en tanto lo transforma en mecanismo. Si el canon es “el arte de la memoria literaria”, creo que en América Latina, continente azotado por el analfabetismo, se impone armarlo y transmitirlo, organizando lecturas desde la pluralidad de memorias pero sin renunciar a la materialidad de la literatura. En un mundo donde la electrónica nos enfrenta a un nuevo proceso de alfabetización cada vez más sujetos son despojados de la posibilidad de manejar códigos complejos, aplastados por la brutalidad de la pobreza y la cultura de masas, en escuelas convertidas en precarios comedores, en el mejor de los casos y con bibliotecas populares destruidas. Aquí la literatura sigue siendo un “escándalo necesario”, que moviliza la imaginación, que impide la muerte. Leer y Escribir se transforman en un enfrentamiento con nuevos procesos de vaciamiento de nombre. Aunque que la letra, y en gran medida la lengua, haya sido originariamente propiedad de otros, nosotros debemos sacarlas de cuarto de Melquíades permitiendo su multiplicación.
Apostar por la(s) memoria(s) literaria(s) pone en un primer plano la necesidad de consolidar un imaginario. Dar continuidad a la construcción y transmisión de nuestro archivo cultural y literario sigue siendo prioritario en un mundo en el que se retrae el lugar del libro. Sin abandonar la tarea de registro de los discursos orales, en el reino de este mundo resulta revolucionario construir archivos y edificar colecciones. Vemos con tristeza la emigración de bibliotecas y las ruinas de las existentes. Nuestra tarea implica ampliar el continente de lecturas y emplear la literatura contra las falsas opacidades de la lengua y leernos no sólo diacrónica sino sincrónicamente, ser capaces de continuar el tejido que en el telar comenzaron otros antes que nosotros, dándole continuidad e introduciendo lo nuevo. Necesitamos desesperadamente volver sobre nuestros pasos, reconstruir ese claro del bosque, el que busca el protagonista de Los pasos perdidos, ese lugar de “silencio, espeso de tantos silencios” donde la palabra recobre “un fragor de creación”. Sólo así podremos lograr el estado de espíritu necesario para acceder a ese almácigo de posibilidades que ofrece la literatura latinoamericana.
Al releer Cien años de soledad me pregunto: ¿Qué es Melquíades sino un lector en una cueva misteriosa y el último Aureliano un lector que llega hasta la muerte y el abandono del hijo con cola de cerdo comido por las hormigas? Ese último Aureliano, despojado del apellido Buendía, lee porque en la lectura se le va la vida y, sobre todo, su identidad. Se lee a sí mismo y a los suyos. Aunque la novela comienza con la voz del Aureliano soldado, quien muere al final es Aureliano lector. El libro suscita la voracidad de las grandes narraciones, aquellas que se desea interminables. Nosotros lectores nos sentimos incluidos en la ceremonia de la lectura. Macondo desaparece en el instante en el que terminamos la última línea. Desde la primera línea la fábula recoge el hilo de la memoria, pero también el riesgo del olvido.
Entre otras invenciones José Arcadio Buendía, fantasea con una máquina de la memoria que le permita registrar todas las maravillas: “El artefacto se fundaba en la posibilidad de repasar todas las mañanas, y desde el principio hasta el fin, la totalidad de los conocimientos adquiridos en la vida. Lo imaginaba como un diccionario giratorio que un individuo situado en el eje pudiera operar mediante una manivela, de modo que en pocas horas pasaran frente a sus ojos las nociones más necesarias para vivir”. La literatura es nuestra propia máquina de narrar. Quizá construyendo y preservando memorias comunes podamos escribir el nombre de América sin morirnos como clama Manuel Scorza, sin que la cólera se quiebre en niños, como advierte César Vallejo.
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