10 de octubre de 2009

Algunos Prólogos. Las Novelas Fundacionales

FICCIONES FUNDACIONALES
Nación y novela en el siglo XIX
Cumandá o un drama entre salvajes, Juan León Mera.
Al Excmo. señor director de la Real Academia Española
Señor:
No sé a qué debo la gran honra de haber sido nombrado miembro correspondiente de esa ilustre y sabia Corporación, pues confieso (y no se crea que lo hago por buscar aplauso a la sombra de fingida modestia) que mis imperfectos trabajos literarios jamás me han envanecido hasta el punto de presumir que soy merecedor de un diploma académico. Todos ellos, hijos de natural inclinación que recibí con la vida y fomenté con estudios enteramente privados, son buenos, a lo sumo, para probar que nunca debe menospreciarse ni desecharse un don de la naturaleza, mas no para servir de fundamento a un título que sólo han merecido justamente beneméritos literatos.
Sin embargo, sorprendido por el nombramiento a que me refiero, no tuve valor para rechazarlo, y a los propósitos, harto graves para mí, de empeñar todas mis fuerzas en las tareas que me imponía el inesperado cargo, añadí el de presentar a esa Real Corporación alguna obra que, siendo independiente de las académicas, pudiese patentizar de una manera especial mi viva y eterna gratitud para con ella.
¿Qué hacer para cumplir este voto? Tras no corto meditar y dar vueltas en torno de unos cuantos asuntos, vine a fijarme en una leyenda, años ha trazada en mi mente. Creí hallar en ella algo nuevo, poético e interesante; refresqué la memoria de los cuadros encantadores de las vírgenes selvas del oriente de esta República; reuní las reminiscencias de las costumbres de las tribus salvajes que por ellas vagan; acudí a las tradiciones de los tiempos en que estas tierras eran de España y escribí CUMANDÁ; nombre de una heroína de aquellas desiertas regiones, muchas veces repetido por un ilustrado viajero inglés, amigo mío, cuando me refería una tierna anécdota, de la cual fue, en parte, ocular testigo, y cuyos incidentes entran en la urdimbre del presente relato.
Bien sé que insignes escritores, como Chateaubriand y Cooper, han desenvuelto las escenas de sus novelas entre salvajes hordas y a la sombra de las selvas de América, que han pintado con inimitable pincel; mas, con todo, juzgo que hay bastante diferencia entre las regiones del Norte bañadas por el Mississipí y las del sur, que se enorgullecen con sus Amazonas, así como entre las costumbres de los indios que respectivamente en ellas moran. La obra de quien escriba acerca de los jívaros tiene, pues, que ser diferente de la escrita en la cabaña de los nátchez, y por más que no alcance un alto grado de perfección, será grata al entendimiento del lector inclinado a lo nuevo y desconocido. Razón hay para llamar vírgenes a nuestras regiones orientales: ni la industria y la ciencia han estudiado todavía su naturaleza, ni la poesía la ha cantado, ni la filosofía ha hecho la disección de la vida y costumbres de los jívaros, záparos y otras familias indígenas y bárbaras que vegetan en aquellos desiertos, divorciadas de la sociedad civilizada.
CUMANDÁ es un corto ensayo de lo que pudieran trazar péñolas más competentes que la mía, y, con todo, la obrita va a manos de V. E., y espero que, por tan respetable órgano, sea presentada a la Real Academia. Ojalá merezca su simpatía y benevolencia y la mire siquiera como una florecilla extraña, hallada en el seno de ignotas selvas; y que, a fuer de extraña, tenga cabida en el inapreciable ramillete de las flores literarias de la madre patria.
Soy de V. E. muy atento y seguro servidor, q. s. m. b.,

Ambato, a 10 de marzo de 1877

JUAN LEÓN MERA
Soledad, Bartolomé Mitre.
Prólogo. De la redacción de la época

Empezamos hoy a publicar en el Folletín de nuestro diario esta novela que hemos escrito en los ratos de ocio que permite la redacción laboriosa de un diario, y que ofrecemos al público como el primer ensayo que hacemos en un género de literatura tan difícil como poco cultivado entre nosotros.
La América del Sur es la parte del mundo más pobre de novelistas originales. Si tratásemos de investigar las causas de esta pobreza, diríamos que parece que la novela es la más alta expresión de la civilización de un pueblo, a semejanza de aquellos frutos que sólo brotan cuando el árbol está en toda la plenitud de su desarrollo.
La forma lírica o ditirámbica es en los pueblos lo que en los niños los primeros sonidos que articulan. La imaginación de los hombres primitivos se inspira del ruido del torrente, del murmullo de las hojas, del canto de las aves, del sol, de la luna, de las estrellas, en una palabra, del sonido, de la luz, y del movimiento que anima al universo y que hiere nuestros sentidos como un himno grandioso que la naturaleza entona a su creador.
La forma narrativa viene sólo en la segunda edad. Recién entonces los poetas emplean las descripciones, y aparecen los cronistas y los historiadores. Los elementos sencillos de que está compuesta, aún la sociedad pueden concretarse en esa forma, que todavía puede reflejarlo y explicarlo todo.
Cuando la sociedad se completa, la civilización se desarrolla, la esfera intelectual se ensancha entonces, y se hace indispensable una nueva forma que concrete los diversos elementos que forman la vida del pueblo llegado a ese estado de madurez. Primero viene el drama, y más tarde la novela. El primero es la vida en acción; la segunda es también la vida en acción pero explicada y analizada, es decir, la vida sujeta a la lógica. Es un espejo fiel en que el hombre se contempla tal cual es con sus vicios y virtudes, y cuya vista despierta por lo general, profundas meditaciones o saludables escarmientos.
No faltan entre nosotros espíritus severos que consideran a la novela como un descarrío de la imaginación, como ficciones indignas de ocupar la atención de los hombres pensadores. Pero nosotros les preguntaremos: ¿Qué son sino novelas las grandes obras con que se enorgullece la humanidad? ¿Qué son la Iliada y la Eneida, sino novelas en verso? ¿Qué son el Quijote y el Gil Blas? ¿Qué han escrito Rabelais, Rousseau, Cervantes, Richardson, Walter Scott, Cooper, Bulwer, Dickens, sino novelas? ¿Sus obras no son las primeras en la literatura? ¿Sus nombres no brillan entre los de los primeros genios? Pues bien, unas son novelas, y los otros son novelistas. ¿Quién despreciará unos y otras?
Convenimos por otra parte en que este género mal manejado y abastardado ha podido inspirar hastío, pero estos son descarríos de imaginaciones extraviadas que no deben atribuirse al genero en sí. Al lado de esos millares de novelas que deshonran la literatura están las grandes obras del genio para hacerle honor.
Es por esto que quisiéramos que la novela echase profundas raíces en el suelo virgen de la América. El pueblo ignora su historia, sus costumbres apenas formadas no han sido filosóficamente estudiadas, y las ideas y sentimientos modificadas por el modo de ser político y social no han sido presentadas bajo formas vivas y animadas copiadas de la sociedad en que vivimos. La novela popularizaría nuestra historia echando mano de los sucesos de la conquista, de la época colonial, y de los recuerdos de la guerra de la independencia. Como Cooper en su Puritano y el Espía, pintaría las costumbres originales y desconocidas de los diversos pueblos de este continente, que tanto se prestan a ser poetizadas, y haría conocer nuestras sociedades tan profundamente agitadas por la desgracia, con tantos vicios y tan grandes virtudes, representándolas en el momento de su transformación, cuando la crisálida se transforma en brillante mariposa. Todo esto haría la novela, y es la única forma bajo la cual puedan presentarse estos diversos cuadros tan llenos de ricos colores y movimiento.
Lo que queda dicho es por lo que respecta a la novela en general y en particular a la América del Sur. Ahora diremos algunas palabras sobre nuestra novela, lo que es como ocuparse de un grano de arena después de haber hablado del mar.
Soledad es un debilísimo ensayo que no tiene otro objeto sino estimular a las jóvenes capacidades a que exploren el rico minero de la novela americana. Su acción es muy sencilla, y sus personajes son copiados de la sociedad americanas en general. Apenas podría explicar el autor la idea moral que se ha propuesto, pero si se le concede que en el fondo de su obra hay alguna verdad, es indudable que también habrá moral. Ha querido hacer depender el interés más del juego recíproco de las pasiones, que de la multiplicidad de los sucesos, poniendo siempre al hombre moral sobre el hombre fisiológico. Ésta ha sido la idea madre que lo ha guiado en su composición. Sus personajes sienten y piensan, más que obran. Por eso la heroína es una mujer que tiene un corazón y siente; tiene una inteligencia y piensa, que busca la felicidad en la vida, que es débil como mujer algunas veces, y cuya imaginación se descarría como criatura humana que es. Tal es nuestra novela, y tal la heroína de ella.
Al colocar la escena en Bolivia, el autor ha querido hacer una manifestación pública de su gratitud por la agradable acogida que ha merecido en este país, en el que ha encontrado algunos días de paz proscripto del que le vio nacer.
La novia del hereje o la Inquisición de Lima, Vicente Fidel López.
Carta-prólogo
Sr. Dr. D. MIGUEL NAVARRO VIOLA.
Montevideo, 7 de Setiembre de 1854.

Mi querido amigo y compañero.
Al deseo que vd. me ha mostrado de que haga preceder de un prólogo crítico la Novia del Hereje, voy a contestarle con estos renglones que tal vez juzgue vd. buenos para suplir esa falta notada en la obra.
Las tareas áridas y serias a que tengo que consagrar las horas activas de mis días, no me dan tiempo para contraerme a revisar esos manuscritos que fueron el fruto espontáneo de aspiraciones literarias que ya tengo abandonadas. En nuestros países, como vd. sabe, no se puede [IV] vivir de la literatura sino al través del diarismo: forma por la que nunca he tenido vocación, ya sea por falta de aptitudes para enredarme en la lucha de pasiones y de amor propio, a que él provoca, ya por huir de la necesidad en que habría caído de escribir sobre cosas aprendidas el día antes, o ignoradas del todo, como si siempre las hubiese sabido a fondo, supliendo el estudio sincero con la petulancia y el charlatanismo.
Esos manuscritos que envío a vd. son, pues, viejos; hace algunos años que fueron impresos en Chile como folletín de un Diario. Le juro a vd. que si quisiera ahora ponerlos en estado de ser publicados con satisfacción mía, creería necesario borrarlos desde el principio y hacerlos de nuevo. Lo único que puedo decirle a vd. de esa obra, es que ha sido escrita con alegría de ánimo y conciencia: y si se la mando a vd. en esa forma, que, con algún tiempo a mi alcance, hubiera podido perfeccionar, es porque le había prometido a vd. contribuir a su empresa y no podía cumplirle de otro modo mi oferta. En un tiempo en que se explotan tanto los malos lados de la prensa, séame permitido asegurar a vd. que si la Novia del Hereje le parece digna de amenizar su Revista, la imprima en el concepto de que yo no creo que pueda tener más mérito que el empeño con que he procurado dar verdad histórica y local a la narración, modestia y buen sentido al estilo, y una decencia estrictamente moral a las situaciones. Así es que lo único de que estoy seguro, es: de que siendo ese un trabajo esencialmente americano en su fondo, y desprovisto en su estilo de toda clase de pretensiones, se escapa por ese lado a las ridículas parodias de las pasiones, de las tendencias, y de los estilos exóticos, que tanto contribuyen a quitarnos el conocimiento y la conciencia de las sociedades de que formamos parte.
La obra va llena de cosas que no habría dejado en ella si me hubiera puesto a retocarla. Pero le repito a vd. que ese habría sido un trabajo para el que no tengo tiempo. Pudiera notarse en ella tal vez una que otra malicia del estilo o de la situación, que podría parecer impropia de una pluma grave; pero, como estoy cierto que a pesar de ello, esos rasgos son de una decencia intachable, e incapaces de ofender el pudor de la virgen más inocente, he preferido dejarlos sin tomarme otra precaución que la de declararle a vd. que la obra va tal cual fue concebida y ejecutada al calor de las risueñas impresiones de un espíritu, que joven entonces, creía navegar con la brisa del ingenio un lago adornado de hermosas y amenas perspectivas. Los años y la experiencia se han encargado de hacer desaparecer la brisa y el agua; y he creído que habría sido un contrasentido querer corregir el canto espontáneo de la ilusión desde el árido banco del desengaño. Reflexiono también, que nada hay tan justo como el considerar prescrita a los cuarenta años la responsabilidad de lo que fue escrito a los veinte y cinco; y esto aquieta mis escrúpulos.
La Novia del Hereje está ejecutada en perfecto acuerdo con las tradiciones americanas referentes al tiempo de la escena, que traté de estudiar bien antes de emplearlas como materia de mi trabajo. No por esto crea vd. que me olvido de que la Historia de la literatura no cuenta sino un solo Walter Scott; y yo sé bien ahora que no soy yo quien estoy destinado a repetir a Cooper en la República Argentina. Cuando uno es joven le son permitidos los ensueños; cuando uno deja de serlo, es feliz si puede recordarlos sin sonrojarse. Hacer revivir costumbres pasadas, galvanizar por decirlo así, sociedades muertas, es una empresa de alto coturno, para la que uno puede atribuirse fuerzas en las ilusiones de su primera edad; pero que se debe renunciar en la segunda, a no haber lanzado como ensayo un Waverley. La Novia del Hereje es pues el fruto de una ilusión renunciada.
Si fuere leída con gusto, me alegraré por lo que eso pueda influir en el buen éxito de la distinguida empresa en que vd. se ha puesto: no sería extraño eso, porque muchas veces sucede que es leída con gusto una obra desprovista de todo mérito literario; y destinada a ser olvidada dos días después.
Yo le doy a vd. mi manuscrito sin otra mira, pues si hubiera pensado publicarlo en el Río de la Plata por mi propia satisfacción, lo hubiera hecho reimprimir antes de ahora en las infinitas ocasiones que he tenido de sacarlo del olvido en que le acompañan algunas otras tentativas de su mismo género, de que vd. y otros amigos tienen algún conocimiento.
Entusiasta desde mis primeros años por la lectura de todo aquello que tenía relación con la historia del Río de la Plata, se puede decir que por mucho tiempo mi placer favorito ha sido el estudio de cuanto documento relativo a ella he podido haber a la mano; y como las peripecias de regla en nuestra vida me arrojaran a pasar mi juventud en otras Repúblicas de América, he podido aplicar la misma pasión a los mismos objetos y en mayor escala.
Parecíame entonces que una serie de novelas destinadas a resucitar el recuerdo de los viejos tiempos, con buen sentido, con erudición, con paciencia y consagración seria al trabajo, era una empresa digna de tentar al más puro patriotismo; porque creía que los pueblos en donde falte el conocimiento claro y la conciencia de sus tradiciones nacionales, son como los hombres desprovistos de hogar y de familia, que consumen su vida en oscuras y tristes aventuras sin que nadie quede ligado a ellos por el respeto, por el amor, o por la gratitud. Las generaciones se suceden unas a otras abandonadas a las convulsiones y los delirios del individualismo. Esta es quizás la causa de que Walter Scott y Cooper sean únicos en el mundo moderno: es un hecho al menos, que los pueblos para quienes escribieron son los únicos en donde se respetan las tradiciones nacionales como una creencia inviolable.
Iniciar a nuestros pueblos en las antiguas tradiciones, hacer revivir el espíritu de la familia, echar una mirada al pasado desde las fragosidades de la revolución para concebir la línea de generación que han llevado los sucesos, y orientarnos en cuanto al fin de nuestra marcha, eran objetos que de cierto tentaban las cándidas ambiciones de mi juventud.
Pero era más fácil concebir esos objetos que ejecutar la obra que debía producir el resultado. Se habría necesitado para ello grande ingenio y la consagración de un largo tiempo; y yo por mi parte tuve el buen sentido de reconocer muy pronto que me faltaba lo primero, y que mi primer deber era arrancarme a las amenidades del espíritu para vivir de mi trabajo personal.
La Novia del Hereje (si yo hubiera podido realizar en ella mis ideas) habría tenido por objeto poner en acción los elementos morales que constituían la sociedad americana en el tiempo de la colonización. Había escogido a Lima por teatro, porque aquella ciudad era la más perfecta expresión de todos esos elementos reunidos: era por decirlo así el centro de vida que el gobierno español había dado a todos los vastos territorios que se extienden desde Panamá hasta el Estrecho de Magallanes, y que están limitados por los dos Océanos. Allí palpitaban los trozos del imperio de los Incas, y el pie de los triunfadores se hundía todavía sobre sus carnes.
Una gran revolución, perdida ya en nuestros recuerdos, vino a realizarse después; fue esta una revolución inmensa, de cuya vasta importancia solo puede juzgar quien compare las Leyes de Indias con las guerras del famoso don Pedro de Zeballos por arrojar a los Portugueses de la Colonia del Sacramento.
Esta nueva peripecia había echado en mi mente los gérmenes de una nueva Novela, en la que la escena y el interés se habría trasportado al Río de la Plata, siguiendo al espíritu vital que también había empezado a emigrar de la fastuosa Lima.
¿Pero qué tienen que ver, se me dirá, las Leyes de Indias con las novelas y con don Pedro de Zeballos?... Mucho más de lo que es presumible a primera vista, respondo yo.
Por el código mencionado la Aduana exterior de las Provincias del Río de la Plata estaba en el Tucumán, porque aquella era la vía por donde ellos se surtían de mercaderías europeas. Cada año partían de Cádiz dos flotas convoyando una infinidad de buques de comercio en donde la Casa de Contratación de Sevilla mandaba el surtido de los géneros que se necesitaban en América. Toda otra vía estaba prohibida.
Una de estas flotas iba a la costa de México y la otra a la costa de la Nueva Granada, dependencias en el principio, del Virreinato del Perú, al que pertenecía también todo el Río de la Plata. De esta última flota fluían todos los géneros que venían a surtir a las provincias que hoy son Argentinas.
Pero cuando la casa de Braganza se puso a la cabeza de la insurrección del Portugal, apoyada directamente por la Inglaterra, la Francia, y la Holanda, que, sin una alianza formal como las que hoy se hacen, estaban en una especie de guerra normal contra la España, el comercio marítimo de estas naciones encontró una preciosa ocasión para burlar las prohibiciones que la legislación aduanera de los españoles había establecido al comercio con la América.
Todo el territorio brasilero colonizado por portugueses, siguió el empuje de separación dado por la madre patria; y los bosques de la América repitieron el eco del grito de guerra lanzado en las orillas del Tajo. Dirigidos los portugueses por un instinto mercantil lleno de penetración atravesaron el territorio, desierto entonces, que hoy forma la República Oriental del Uruguay, y levantaron a diez leguas de la costa española las murallas de la colonia del Sacramento. Una vez parapetados allí, pudieron contar con que habían dado el golpe de muerte al comercio de las dos flotas en que tanto se habían afanado los Felipes de las Leyes de Indias.
Los ingleses, los franceses, los holandeses, cuyas fábricas cuya industria y cuya civilización se habían alzado a una altura prodigiosa con los mismos elementos arrojados de España por el despotismo y la intolerancia, empezaron a echar centenares de cargamentos en las costas del Brasil desde donde eran trasportados hasta la Colonia. Muchas veces las expediciones originarias mismas venían hasta allí, a descargar y tomar sus retornos.
Una vez puestos en esa situación, el contrabando local se encargaba de hacerlos pasar hasta la otra orilla, desde donde subían hasta Lima misma con una mejora asombrosa en el precio sobre las expediciones del monopolio.
Así empezó a engrandecerse y a tomar vuelo la población y riquezas de Buenos Aires.
La población de Buenos Aires vino a ser, por medio de este cambio radical de las cosas, el centro, el nudo del comercio interior, con el exterior. La codicia de los comerciantes encontró medio de bautizar como (1) españoles los géneros extranjeros para hacerlos atravesar todo el territorio, desparramando el bienestar y las riquezas por toda la vía. En pago de esas expediciones venía también el producto de las minas y de la agricultura interior que servía a dar retornos.
Por más que la España dio leyes, no pudo contener el torrente. Las provincias del Río de la Plata habían cambiado de frente: lejos de venirles de Lima el soplo de vida, eran ellas quienes lo habían empezado a dar. Tuvo la España la fortuna de encargar entonces el Gobierno del Río de la Plata, que empezaba a hacerse muy delicado a causa de estas ocurrencias, al célebre don Pedro de Zeballos, oficial de mucho crédito en las guerras de Italia, y que a mucho valor personal reunía la voluntad y el golpe de vista que hace a los grandes hombres.
En dos días comprendió él que el único remedio que aquel mal tenía era legitimar francamente los hechos consumados: es decir, abrir el Río de la Plata al comercio europeo; pero destruyendo antes la Colonia del Sacramento, para arrancar a los portugueses el privilegio que esas murallas les daban de hacer ese comercio por su cuenta. Realizada la obra vendría ese tráfico a hacerse por intermedio de los españoles; y el Gobierno del Rey tendría como hacer positivas sus restricciones. Revolución inmensa que basta por sí sola para asignar a qué altura estaban las ideas políticas de Zeballos.
La Colonia fue arrancada dos veces por él a la corona de Portugal; y restablecida la España en la dominación exclusiva de las dos orillas del Río, fue creado Virreinato de Buenos Aires todo el territorio que ha sido después República Argentina. Desde entonces, el comercio exterior (2) se hizo libremente por el Río de la Plata produciendo en su tránsito las riquezas de las ciudades de Salta, Córdoba, Tucumán y otras, que eran entonces centro de una civilización y de una prosperidad sumamente notables. La ciudad de Buenos Aires, que había estado muy lejos de fijar al principio la atención de la madre patria, debió a ese tráfico, solo su acrecimiento y su importancia: hasta que la guerra de la independencia, y la guerra civil después, le fueron quitando a pedazos los antiguos mercados del interior: que tantísimas ventajas le produjeron y que tanto le prometían siempre para el porvenir.
Esta revolución consumada por un hombre como Zeballos, que supo llenar la imaginación de los pueblos, por medio de guerras tan nacionales como aquellas, habría sido de cierto un vastísimo campo para la novela histórica. En ella habría podido hacerse servicios eminentes a la nacionalidad argentina reponiendo el espíritu de los pueblos, aturdidos por los excesos y las calamidades de las guerras incesantes, a la vía sana de su nacionalidad, y de su único desarrollo posible.
El plan que en mis ilusiones juveniles me había trazado no pecaba de cierto por estrecho ni por tímido; porque cuando uno sale de la niñez se presume con fuerzas para todo, y no cuenta con los deberes serios de la vida que han de venir cada mañana a golpear sobre sus almohadas. Yo, pues, pretendía entonces consignar en la Novia del Hereje la lucha que la raza española sostenía en el tiempo de la conquista, contra las novedades que agitaban al mundo cristiano y preparaban los nuevos rasgos de la civilización actual: quería localizar esa lucha en el centro de la vida americana para despertar el sentido y el colorido de las primeras tradiciones nacionales, y con esa mira tomé por basa histórica de mi cuento las hazañas y las exploraciones del famoso pirata inglés Francisco Drake, tan célebre bajo el reinado de Isabel.
D. Pedro de Zeballos, y las primeras guerras contra los Portugueses, me inspiraron el plan de otra novela en la que traté de desenvolver el profundo cambio que este grande hombre realizó en el comercio y la política colonial, de que antes he hablado.
Es sabido que el virreinato de Buenos Aires incluía las cuatro intendencias del Alto Perú, hoy Bolivia, en donde había una raza oprimida que descendía directamente de los pueblos Inca: raza industriosa y civilizada bajo cuyo trabajo había florecido antes el país. La opresión que sobre ella impuso la raza española, la redujo a la miseria y al servilismo; y fue tan dura, que produjo al cabo la insurrección formidable que lleva el nombre de Tupac-Amaru, con lo que acabó para siempre el espíritu indio en nuestro continente. Al frente de los indígenas, los españoles puros y los criollos, animados por el espíritu de raza, habían permanecido unidos; pero cuando el peligro común desapareció, empezaron a sentirse los gérmenes de la hostilidad entre los dos gajos.
La Inglaterra que había crecido enormemente en pocos siglos no cesaba de lamentar el resultado de las victorias de Zeballos, y codiciaba el Río de la Plata como un canal para abrirse por el contrabando los mercados del Interior. Estas miras de su política, combinándose con otras circunstancias, produjeron al fin las grandes tentativas de Berresford y Witelock, contra las que hizo un papel tan novelesco el célebre Liniers, que por sus hábitos y su genio, era a la par que un hombre histórico distinguidísimo, un verdadero héroe de novela. Querer decir todo lo que un trabajo de esta clase hubiera podido revelar en cuanto a la marcha del país, y en cuanto a la revolución de Mayo, es inútil; pues no hay quien no sepa como se avivaron y se trabaron los odios entre europeos y patricios; entre los cabildos y las autoridades militares, después del segundo triunfo de Liniers, ni quien ignore la marcha rapidísima de los sucesos hasta el Veinticinco de Mayo de 1810. Sobre este fondo yo había trazado y aun empezado a ejecutar un romance con el título de El Conde de Buenos Aires.
Hecha la revolución se me ofrecían tres grandes fases. 1ª. El estado interior del país con respecto a los españoles, que tratado por medio del gran complot conocido por Revolución de Álzaga, habría revelado el espíritu y las condiciones morales de la sociedad revolucionaria con las primeras erupciones de sus pasiones políticas; escogí por título de este trabajo el de Martín I, y permanece en bosquejo.
2ª. La guerra exterior y de propaganda llevada por el general San Martín a Chile, y señalada con los famosos triunfos de Chacabuco y Maipu, me hicieron concebir un trabajo que vd. ha tenido en sus manos con el título del Capitán Vargas, que es el que he dejado más adelantado entre todos.
3ª. La insurrección de las masas campesinas contra los gobiernos centrales, al mando de Artigas y de Ramírez que empezó a reducir a ilusión todos los proyectos de organizaciones políticas que se habían imaginado; que con el título de Guelfos y Gibelinos, tengo también bosquejado apenas.
Usted ve que mi plan era vasto, y por lo mismo difícil de realizar. Ahínco y contracción no me hubieran faltado, me parece, si hubiera tenido tiempo y quietud de ánimo: dudo si de que los resortes de mi inteligencia hubieran sido bastante finos, bastante elásticos para prestarse a la ejecución un tanto apropiada de trabajo tan variado y tan perspicaz.
Por desgracia, no hay medio entre nosotros de sostener una literatura de este género: empeñarse en llevarla hasta esas alturas sería condenarse al martirio de Sísifo.
A mi modo de ver, una novela puede ser estrictamente histórica sin tener que cercenar o modificar en un ápice la verdad de los hechos conocidos. Así como de la vida de los hombres no queda más recuerdo que el de los hechos capitales con que se distinguieron, de la vida de los pueblos no queda otros tampoco que los que dejan las grandes peripecias de su historia. Su vida ordinaria, y por decirlo así familiar, desaparece, porque ella es como el rostro humano que se destruye con la muerte. Pero como la verdad es que al lado de la vida histórica ha existido la vida familiar, así como todo hombre que ha dejado recuerdos ha tenido un rostro, el novelista hábil puede reproducir con su imaginación la parte perdida creando libremente la vida familiar y sujetándose estrictamente a la vida histórica en las combinaciones que haga de una y otra para reproducir la verdad completa.
Pero, mi amigo, permítame V. que me contenga. Empecé esta carta en un rato de desahogo creyendo que no le escribiría a V. sino unos renglones, y me sorprendo de repente en el tren de un prólogo crítico como el que no quería emprender.
Por lo que hace a los trabajos más serios que V. me ha pedido para su Revista, créame V. que habría deseado complacerle ofreciéndole algunos manuscritos de que yo mismo hago tan poco caso que nunca he tentado publicarlos; pero se opone a mi deseo un fuerte inconveniente. Todo lo que podría dar a V. rola, como V. sabe, sobre cosas argentinas; y aunque son trabajos viejos, pues [XVI] hace tiempo que he dejado de mano las tareas estériles de la literatura, parecerían escritos con intenciones actuales, y estoy hastiado de las luchas mezquinas de la pasión. Déjeme V., pues, olvidarlos.
Queda de V. como siempre afectísimo amigo y compañero.

V. F. LÓPEZ.
Aves sin nido, Clorinda Matto de Turner

Proemio

Si la historia es el espejo donde las generaciones por venir han de contemplar la imagen de las generaciones que fueron, la novela tiene que ser la fotografía que estereotipe los vicios y las virtudes de un pueblo, con la consiguiente moraleja correctiva para aquéllos y el homenaje de admiración para éstas.
Es tal, por esto, la importancia de la novela de costumbres, que en sus hojas contiene muchas veces el secreto de la reforma de algunos tipos, cuando no su extinción.
En los países en que, como el nuestro, la Literatura se halla en su cuna, tiene la novela que ejercer mayor influjo en la morigeración de las costumbres, y, por lo tanto, cuando se presenta una obra con tendencias levantadas a regiones superiores a aquéllas en que nace y vive la novela cuya trama es puramente amorosa o recreativa, bien puede implorar la atención de su público para que extendiéndole la mano la entregue al pueblo.
¿Quién sabe si después de doblar la última página de este libro se conocerá la importancia de observar atentamente el personal de las autoridades, así eclesiásticas como civiles, que vayan a regir los destinos de los que viven en las apartadas poblaciones del interior del Perú?
¿Quién sabe si se reconocerá la necesidad del matrimonio de los curas como una exigencia social?
Para manifestar esta esperanza me inspiro en la exactitud con que he tomado los cuadros, del natural, presentando al lector la copia para que él juzgue y falle.
Amo con amor de ternura a la raza indígena, por lo mismo que he observado de cerca sus costumbres, encantadoras por su sencillez, y la abyección a que someten esa raza aquellos mandones de villorrio, que, si varían de nombre, no degeneran siquiera del epíteto de tiranos. No otra cosa son, en lo general, los curas, gobernadores, caciques y alcaldes.
Llevada por este cariño, he observado durante quince años multitud de episodios que, a realizarse en Suiza, la Provenza o la Saboya, tendrían su cantor, su novelista o su historiador que los inmortalizase con la lira o la pluma, pero que, en lo apartado de mi patria, apenas alcanzan el descolorido lápiz de una hermana.
Repito que al someter mi obra al fallo del lector, hágolo con la esperanza de que ese fallo sea la idea de mejorar la condición de los pueblos chicos del Perú; y aun cuando no fuese otra cosa que la simple conmiseración, la autora de estas páginas habrá conseguido su propósito, recordando que en el país existen hermanos que sufren, explotados en la noche de la ignorancia, martirizados en esas tinieblas que piden luz; señalando puntos de no escasa importancia para los progresos nacionales y haciendo, a la vez, literatura peruana.

Clorinda Matto de Turner.
Blanca Sol, Mercedes Cabello de la Carbonera.
Un prólogo que se ha hecho necesario.
Siempre he creído que la novela social es de tanta o mayor importancia que la novela pasional.
Estudiar y manifestar las imperfecciones, los defectos y vicios que en sociedad son admitidos, sancionados, y con frecuencia objeto de admiración y de estima, será sin duda mucho más benéfico que estudiar las pasiones y sus consecuencias.
En el curso de ciertas pasiones, hay algo tan fatal, tan inconsciente e irresponsable, como en el curso de una enfermedad, en la cual, conocimientos y experiencias no son parte a salvar al que, más que dueño de sus impresiones, es casi siempre, víctima de ellas. No sucede así en el desarrollo de ciertos vicios sociales, como el lujo, la adulación, la vanidad, que son susceptibles de refrenarse, de moralizarse, y quizá también de extirparse, y a este fin dirige sus esfuerzos la novela social.
Y la corrección será tanto más fácil, cuanto que estos defectos no están inveterados en nuestras costumbres, ni inoculados en la trasmisión hereditaria.
Pasaron ya los tiempos en que los cuentos inverosímiles y las fantasmagorías quiméricas, servían de embeleso a las imaginaciones de los que buscaban en la novela lo extraordinario y fantástico como deliciosa golosina.
Hoy se le pide al novelista cuadros vivos y naturales, y el arte de novelar, ha venido a ser como la ciencia del anatómico: el novelista estudia el espíritu del hombre y el espíritu de las sociedades, el uno puesto al frente del otro, con la misma exactitud que el médico, el cuerpo tendido en el anfiteatro. Y tan vivientes y humanas han resultado las creaciones de la fantasía, que más de una vez Zola y Daudet en Francia, Camilo Lemoinnier en Bélgica y Cambaceres en la Argentina, hanse visto acusados, de haber trazado retratos cuyo parecido, el mundo entero reconocía, en tanto que ellos no hicieron más que crear un tipo en el que imprimieron aquellos vicios o defectos que se proponían manifestar.
Por más que la novela sea hoy obra de observación y de análisis, siempre le estará vedado al novelista descorrer el velo de la vida particular, para exponer a las miradas del mundo, los pliegues más ocultos de la conciencia de un individuo. Si la novela estuviera condenada a copiar fielmente un modelo, sería necesario proscribirla como arma personal y odiosa.
No es culpa del novelista, como no lo es del pintor, si después de haber creado un tipo, tomando diversamente, ora sea lo más bello, ora lo más censurable que a su vista se presenta, el público inclinado siempre a buscar semejanzas, las encuentra, quizá sin razón alguna, con determinadas personalidades.
Los que buscan símiles como único objetivo del intencionado estudio sociológico del escritor, tuercen malamente los altísimos fines que la novela se propone en estas nuestras modernas sociedades.
Ocultar lo imaginario bajo las apariencias de la vida real, es lo que constituye todo el arte de la novela moderna.
Y puesto se trata de un trabajo meditado y no de un cuento inventado, precisa también estudiar el determinismo hereditario, arraigado y agrandado con la educación y el mal ejemplo: precisa estudiar el medio ambiente en que viven y se desarrollan aquellos vicios que debemos poner en relieve, con hechos basados en la observación y la experiencia. Y si es cierto, que este estudio y esta experiencia no podemos practicarlos sino en la sociedad en que vivimos y para la que escribimos, también es cierto, que el novelista no ha menester copiar personajes determinados para que sus creaciones, si han sido el resultado de la experiencia y la observación, sean todo un proceso levantado, en el que el público debe ser juez de las faltas que a su vista se le manifiestan.
Los novelistas, dice un gran crítico francés, ocupan en este momento el primer puesto en la literatura moderna. Y esta preeminencia se les ha acordado, sin duda, por ser ellos el lazo de unión entre la literatura y la nueva ciencia experimental; ellos son los llamados a presentar lo que pueda llamarse el proceso humano, foleado y revisado, para que juzgue y pronuncie sentencia el hombre científico.
Ellos pueden servir a todas las ciencias que van a la investigación del ser moral, puesto, que a más de estudiar sobre el cuerpo vivo el caprichoso curso de los sentimientos, pueden también crear situaciones que respondan a todos los movimientos del ánimo.
Hoy que luminosa y científicamente se trata de definir la posibilidad de la irresponsabilidad individual en ciertas situaciones de la vida, la novela está llamada a colaborar en la solución de los grandes problemas que la ciencia le presenta. Quizá si ella llegará a deslindar lo que aun permanece indeciso y oscuro en ese lejano horizonte en el que un día se resolverán cuestiones de higiene moral.
Y así mientras el legislador se preocupa más de la corrección que jamás llega a impedir el mal, el novelista se ocupará en manifestar, que sólo la educación y el medio ambiente en que vive y se desarrolla el ser moral, deciden de la mentalidad que forma el fondo de todas las acciones humanas.
El novelador puede presentarnos el mal, con todas sus consecuencias y peligros y llegar a probarnos, que si la virtud es útil y necesaria, no es sólo por ser un bien, ni porque un día dará resultados finales que se traducirán en premios y castigos allá en la vida de ultratumba, sino más bien, porque la moral social está basada en lo verdadero, lo bueno y lo bello, y que el hombre como parte integrante de la Humanidad, debe vivir para el altísimo fin de ser el colaborador que colectivamente contribuya al perfeccionamiento de ella.
Y el novelista no sólo estudia al hombre tal cual es: hace más, nos lo presenta tal cual debe ser. Por eso, como dice un gran pensador americano: «El arte va más allá de la ciencia. Ésta ve las cosas tales cuales son, el arte las ve además como deben ser. La ciencia se dirige particularmente al espíritu; el arte sobre todo al corazón.»
Y puesto que de los afectos más que de las ideas proviene en el fondo la conducta humana, resulta que la finalidad del arte es superior a la de la ciencia.
Con tan bella definición, vemos manifiestamente que la novela no sólo debe limitarse a la copia de la vida sino además a la idealización del bien.
Y aquí llega la tan debatida cuestión del naturalismo, y la acusación dirigida a esta escuela de llegar a la nota pornográfica, con lo cual dicen parece no haberse propuesto sino la descripción, y también muchas veces, el embellecimiento del mal.
No es pues esa tendencia la que debe dominar a los novelistas sudamericanos, tanto más alejados de ella cuanto que, si aquí en estas jóvenes sociedades, fuéramos a escribir una novela completamente al estilo zolaniano, lejos de escribir una obra calcada sobre la naturaleza, nos veríamos precisados a forjar una concepción imaginaria sin aplicación práctica en nuestras costumbres. Si para dar provechosas enseñanzas la novela ha de ser copia de la vida, no haríamos más que tornarnos en malos imitadores, copiando lo que en países extraños al nuestro puede que sea de alguna utilidad, quedando aquí en esta joven sociedad, completamente inútil, esto cuando no fuera profundamente perjudicial.
Cumple es cierto al escritor, en obras de mera recreación literaria, consultar el gusto de la inmensa mayoría de los lectores, marcadamente pronunciado a favor de ciertas lecturas un tanto picantes y aparentemente ligeras, lo cual se manifiesta en el desprecio o la indiferencia con que reciben las obras serias y profundamente moralizadoras.
Hoy se exige que la moral sea alegre, festiva sin consentirle el inspirarnos ideas tristes, ni mucho menos llevarnos a la meditación y a la reflexión.
Es así como la novela moderna con su argumento sencillo y sin enredo alguno, con sus cuadros siempre naturales, tocando muchas veces hasta la trivialidad; pero que tienen por mira sino moralizar, cuando menos manifestar el mal, ha llegado a ser como esas medicinas que las aceptamos tan sólo por tener la apariencia del manjar de nuestro gusto.
Será necesario pues en adelante dividir a los novelistas en dos categorías, colocando a un lado a los que, como decía Cervantes, escriben papeles para entretener doncellas, y a los que pueden hacer de la novela un medio de investigación y de estudio, en que el arte preste su poderoso concurso a las ciencias que miran al hombre, desligándolo de añejas tradiciones y absurdas preocupaciones.
El Arte se ha ennoblecido, su misión no es ya cantar la grandiosidad de las catedrales góticas ni llorar sobre la fe perdida, hoy tal vez para siempre; y en vez de describirnos los horrores de aquel Infierno imaginario, describiranos el verdadero Infierno, que está en el desordenado curso de las pasiones. Nuevos ideales se le presentan a su vista; él puede ser colaborador de la Ciencia en la sublime misión de procurarle al hombre la Redención que lo libre de la ignorancia, y el Paraíso que será la posesión de la Verdad científica.

Mercedes Cabello de Carbonera

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